¿Quién iba a pensar que un simple paseo por los juncos de un pantano traería consigo un pasaporte al pasado? Adam Travis, guía de aves en la bahía Shinnecock (Long Island), encontró una botella verde semienterrada que parecía rutinaria… hasta que, al desatornillar el corcho, halló una carta datada en octubre de 1992. Aquella hoja amarillenta, garabateada por un estudiante de noveno curso del instituto Mattituck, pedía a su descubridor que completara un experimento de Ciencias de la Tierra y devolviera la botella al punto de origen.
Pero la historia no acaba ahí: el hallazgo puso en marcha una ola de nostalgia en Facebook, donde antiguos alumnos y vecinos revivieron las anécdotas de Richard E. Brooks, el profesor que durante cuatro décadas convirtió aquel proyecto en una tradición. Entre comentarios emocionados, risas por detalles olvidados y confesiones de antiguos “coautores” (Shawn, Ben y muchos más), emergió un retrato colectivo de un educador apasionado que ya no está, pero cuyo legado sigue navegando.
Hallazgo en la bahía Shinnecock
Adam Travis exploraba el denso cañaveral de la bahía Shinnecock cuando algo brillante entre el fango captó su atención: una misteriosa botella de cristal. Con curiosidad, retiró el corcho y extrajo un pliego cuidadosamente doblado. Al desplegarlo, apareció la fecha “octubre de 1992” y la caligrafía infantil de Shawn y Ben, alumnos de noveno curso del instituto Mattituck, pidiendo a su descubridor que completara un sencillo experimento de Ciencias de la Tierra y devolviera la botella al punto de partida.
Aquella petición—rematada con un “Merci, Gracias, Danke, Thank You”—llevó a Travis a compartir su hallazgo en el grupo de exalumnos de Facebook, donde estalló una ola de recuerdos: relatos de botellas que habían aparecido en islas lejanas, anécdotas de aulas abarrotadas y, sobre todo, la figura entrañable de Richard E. Brooks, el profesor cuya pasión por la ciencia impregnó cada proyecto. El propio hijo de Brooks, John, se conmovió al ver cómo un simple mensaje renacía entre emojis de felicitación y comentarios de gratitud, devolviendo al docente un homenaje que él nunca buscó.
El eco en la comunidad de Mattituck
Las primeras imágenes de la botella y su carta se colgaron en el grupo del instituto a primera hora de la mañana, y en cuestión de minutos la publicación acumulaba decenas de reacciones y comentarios. Antiguos estudiantes revivieron aquel otoño de clases compartiendo historias sobre excursiones de campo, experimentos fallidos y ocurrencias de Shawn y Ben, cuyos nombres pasaron de ser un detalle anecdótico a convertirse en emblemas de una generación.
La conversación pronto trascendió lo local: aparecieron testimonios de hallazgos similares en las Azores, Irlanda e incluso Escocia, donde otras botellas del mismo proyecto emergieron tras recorrer corrientes imposibles. Cada nueva ubicación aportaba un matiz al relato, dibujando un mapa de la curiosidad que unió costas distantes y rescató la memoria de Richard E. Brooks, el profesor de ciencias que ideó este ejercicio.
Entre los mensajes de gratitud y asombro, destacó el de Benny Doroski, uno de los autores originales: “Nunca imaginé que mi letra infantil regresaría para sorprenderme así”, escribió, dando paso a una cascada de “me gusta” y respuestas repletas de emoción. Para John Brooks, hijo del docente fallecido hacía un año, aquella avalancha digital supuso “una inyección de luz y buenas vibraciones en un momento muy duro para la familia”, confesó.